Era la noche más larga del año. En el fondo del mar, la abuela pez había reunido a doce mil de sus hijos y nietos a su alrededor y les contaba el siguiente cuento:

“Érase una vez un Pececito Negro, que vivía con su mamá en un riachuelo, el cual brotaba de las rocosas paredes de la montaña y corría por el fondo del valle.

La casita del Pececito y su mamá estaba detrás de una piedra negra, que tenía todo el techo lleno de musgos. Por la noche los dos se acurrucaban debajo de él. El Pececito añoraba ver, aunque fuera por una sola vez, la luz de la luna dentro de su casita.

La mamá y el hijo todo el día jugueteaban, uno detrás del otro, y a veces se mezclaban con otros peces que nadaban dentro de una pequeña charca. El Pececito Negro, no tenía hermanos, porque de los diez mil huevos que había puesto su mamá, solo él se había salvado.

Hacía unos días que el Pececito estaba pensativo y no hablaba mucho. Se movía perezosamente de un lado al otro, alejándose a menudo de su madre la cual creía que tal vez su hijo se encontraba enfermo, aunque confiaba en que pronto se recuperaría; pero el Pececito sufría por otra cosa.

Una mañana temprano, antes de que saliera el sol, el Pececito despertó a su mamá y le dijo:

- “Mamá, quiero hablar contigo”.

La madre le respondió soñolienta:

- “Cariño, ¿Crees que éste es el momento para hablar conmigo? ¿No puedes dejarlo para más tarde?, mejor que demos un paseíllo”.

- “No, mamá” - contestó el Pececito - “No estoy para dar más paseos, tengo que irme de aquí”.

- “¿Estás seguro de que quieres marcharte?”, preguntó la mamá.

- “Sí, mamá, tengo que irme”.

- “Pero, tan temprano, ¿A dónde quieres ir?”

- “Quiero ir a ver dónde acaba este riachuelo. Sabes, mamá, llevo meses pensando qué es lo que habrá al final de él, pero aún no he descubierto nada. Desde ayer hasta ahora no he podido pegar ojo, pensando en lo mismo. Por fin he decidido irme yo mismo a encontrar el final del riachuelo. Tengo que saber qué ocurre en otros lugares”.

La madre se rió y dijo:

- “Yo también, cuando era pequeña pensaba igual que tú. Pero, ¡Vida Mía!, un riachuelo no tiene ni principio ni fin. Un riachuelo siempre corre y no llega a ningún sitio”.

El Pececito contestó:

- “Pero, mamá, ¿no es verdad que todas las cosas tienen un fin?... La noche se termina, la semana, el mes, el año...”

La madre interrumpió sus palabras:

- “Olvídate de esas grandiosas palabras, levántate y vámonos. Es la hora del paseo y no de hablar de estas cosas”.

- “No, mamá, ya estoy harto de tantos paseos, lo que quiero es marcharme para ver y entender qué ocurre en otras partes del mundo. Si crees que alguien me ha enseñado a decir estas cosas, te equivocas porque hace ya mucho tiempo que yo pienso así. Es cierto que he aprendido muchas cosas de los otros. Por ejemplo me di cuenta de que la mayoría de los peces cuando se envejecen, se quejan por haber pasado la vida en vano. Siempre se lamentan de todo. Pero yo quiero saber si la vida sólo significa ir y venir por un pequeño lugar hasta que te haces viejo, o también se puede vivir de otra forma en este mundo”.

Cuando el Pececito dejó de hablar, su madre le dijo:

- “¿Estás loco? ¡Mundo, mundo, mundo...! ¿Qué quieres decir con esto? El mundo es donde estamos nosotros ahora mismo y la vida es la que nosotros tenemos.

En este momento, un gran pez se acercó a la casa del Pececito y dijo:

- “Vecina, ¿Por qué tanta discusión? Parece como si no quisierais ir hoy de paseo”.

Al oír la voz de su vecino, la madre del Pececito salió de su casa y dijo:

- “¡Qué tiempos estos! Hasta los niños quieren dar lecciones a sus madres”.

- “¿Cómo?” - preguntó el vecino.

- “Mira lo que desea hacer este enanito. No para de decir que quiere ir a ver qué ocurre en el mundo. ¡Vaya delirios de grandeza!”

El vecino preguntó al Pececito:

- “Dime pequeñín ¿Cómo te hiciste tan sabio sin avisarnos?”.

- “Oiga” - respondió el Pececito - “yo no sé a quién llama usted sabio. Lo que ocurre, es que estoy harto de estos aburridos paseos, no quiero continuar con ellos, ni ser una bala perdida y abrir mis ojos un día y verme viejo como vosotros y seguir siendo el mismo Pececito ignorante que era antes.
- “¡Qué cosas!” - comentó el vecino.

La madre dijo:

- “Nunca yo había pensado que llegaría un día en que mi único hijo fuera así. No sé quién le ha metido estas cosas en la cabeza”.

El Pececito contestó:

- “Nadie. Tengo mi propia cabeza y sé razonar; y tengo mis propios ojos y gracias a ellos veo”.

El vecino, dirigiéndose a la mamá del Pececito le preguntó:

- “¿Te acuerdas de aquel caracol?”.

- “Tienes razón” - le respondió la madre - “Le comía mucho el coco a mi hijo. ¡Que Dios se apiade de él!”.

- “¡Basta mamá!” - dijo el Pececito - “Él era mi amigo”.

- “Amistad, entre un pez y un caracol, nunca se ha visto”, dijo la madre.

- “Tampoco la enemistad entre ellos. Vosotros acabasteis con él”, dijo el Pececito.

“Son cosas del pasado”, comentó el vecino.

























- “Yo no, sois vosotros, los que estáis hablando del pasado”, dijo el Pececito.

- “Le dimos su merecido” - contestó la madre - “¿Has olvidado ya todo lo que iba contando por todas partes?”.

- “Acabad también conmigo porque, yo digo lo mismo que él decía”, dijo el Pececito.

Con el ruido de la discusión vinieron más peces. Todos estaban cabreados por lo que decía el Pececito Negro.

Uno de los grandes y viejos peces se acercó a él y le preguntó:

- “¿Crees que nos apiadaremos de ti?”

Otro:

- “Merece una buena regañina”.

- “Apartaos de mi hijo” - dijo la madre - “No lo toquéis”.

Uno de ellos añadió:

- “Ud. que no sabe dar la debida educación a su hijo, tiene que pagar las consecuencias”.

- “Me da vergüenza vivir en su vecindad” - añadió el vecino.

- “Antes de que se compliquen las cosas, mejor que le mandemos donde el viejo caracol” - añadió otro.

Y antes de que los peces mayores pudieran coger al Pececito, sus amigos lo acorralaron y le sacaron de aquel lío.

La madre mientras tanto se lamentaba:

- “¡Dios mío! Ahora, ¿Qué puedo hacer yo? Se me va mi hijo.”

- “¡Mamá!, Por mí no llores, llora por esos viejos, gordos, torpes e inútiles peces que no han aprendido nada en la vida”. - dijo el Pececito

Uno de ellos gritó desde lejos:

- “No nos insultes, enanito”.

El segundo:

- “Si te vas, aunque te arrepientas y vuelvas, no te querremos”.

El tercero:

- “Son locuras de la edad de pavo. No te vayas”.

El cuarto:

- “¿Qué es lo malo que tiene este sitio?”

El quinto:

- “No existe otro mundo, el mundo está aquí; ¡Vuelve!”.

El sexto:

- “Si eres sensato y vuelves, entonces creeremos que eres verdaderamente un Pececito sabio”.

El séptimo:

- “Estamos acostumbrados a verte todos los días”.

La madre:

- “Apiádate de mí, no te marches... no te marches...”.

El Pececito no tenía nada más que decirles. Unos amigos de su misma edad le acompañaron hasta la cascada y volvieron.

Cuando el Pececito quiso despedirse de ellos dijo:

- “Amigos, hasta la vista, no me olvidéis”.

Sus amigos le contestaron:
       
- “¿Cómo podemos olvidarte? Tú nos despertaste de un sueño tonto, tú nos enseñaste cosas que nunca habíamos pensado antes. ¡Hasta la vista amigo!”.

El Pececito bajó por la cascada y cayó dentro de una laguna llena de agua. Al principio se sintió aturdido, pero después empezó a nadar y a recorrer los alrededores. Hasta entonces, nunca había visto tanta agua en un mismo sitio. Miles de renacuajos nadaban dentro de ella.

Cuando le vieron, burlándose de él, dijeron:

- “¡Vaya, vaya! ¿Qué criatura eres tú?”

Observándoles detenidamente les dijo:

- “Por favor, no me insultéis, me llamo Pececito Negro. ¿Quiénes sois vosotros?”

Uno de ellos le contestó:

- “Nos llamamos renacuajo”.

Otro dijo:

- “Somos de las mejores familias. No los hay más guapos en el mundo que nosotros”.

Otro añadió:

- “Al menos no somos tan feos y horribles como tú”.

- “No imaginaba que fueseis tan creídos” - comentó el Pececito - “Pero no me importa, porque nunca antes nos habíamos visto”.

- “¿Crees que no sabemos nada?” - dijeron los renacuajos a la vez.

- “Si supieseis, sabríais que en el mundo hay muchos otros a los que también les gusta su figura. ¡Ni siquiera vuestro nombre os pertenece! ”.

El Pececito, de repente, al ver al cangrejo, se asustó y le saludó desde lejos. El cangrejo le miró de reojo y dijo:

- “¡Vaya pez tan educado!, adelante chiquitín, adelante”.

El Pececito dijo:

- “Voy viajando por el mundo y no tengo ganas de ser presa suya”.

- “¿Por qué eres tan miedica y un mal pensado, chiquitín?”, preguntó el cangrejo.

- “No soy ni miedica ni mal pensado y digo lo que ven mis ojos”, contestó el Pececito.

- “Dígame Ud. ¿Qué es lo que han visto sus ojos, que le ha hecho tener la impresión de que yo quería cazarle a Ud.?”, dijo el cangrejo.

- “Ud. lo sabrá mejor”, replicó el Pececito.

- “¿Te estás refiriendo a la rana? ¡No seas niño!, yo estoy en contra de las ranas y por eso las cazo; ¿Sabes?. Ellas creen que son las únicas criaturas felices del mundo. Pero yo quiero hacerles comprender que sepan quién gobierna en el mundo” , dijo el cangrejo.

El cangrejo terminó de hablar y empezó a moverse sigilosamente hacia el Pececito. Caminaba de forma tan graciosa que el Pececito se echó a reír y dijo:

- “Pobrecito si tú ni siquiera sabes caminar. ¿Cómo puedes entonces saber quien gobierna en el mundo?”.

El Pececito se alejó del cangrejo. Una sombra cayó sobre el agua y de repente, un golpe seco clavó al cangrejo en las arenas.

Una lagartija al ver el cangrejo, se rió tanto que se resbaló y estuvo a punto de caerse al agua de risa. El cangrejo ya no podía ponerse de pie. El Pececito vio que un niño pastor estaba al lado del agua y los miraba a él y al cangrejo. Un rebaño de ovejas y cabras se acercó al agua y metieron sus hocicos en ella. El ruido de los balidos llenó todo el valle.

El Pececito esperó a que las ovejas y cabras bebieran y se marcharan. Entonces llamó a la lagartija y le dijo:

- “Querida lagartija, yo soy un Pececito Negro que voy a descubrir el final del riachuelo. Pareces un ser sabio e inteligente, por eso quiero hacerte unas preguntas”.

- “Pregunta todo lo que quieras”, le respondió la lagartija.






















Los renacuajos se enfadaron mucho, pero como vieron que el Pececito tenía razón, cambiaron de tema y dijeron:

- “Lo estás intentando en vano; nosotros cada día desde que sale el sol hasta que se pone damos una vuelta por el mundo y no vemos a nadie más que a nosotros, nuestros padres y unas pequeñas lombrices a las que no hacemos caso”.
El Pececito comentó:

- “Vosotros que no podéis salir de este charco, ¿Cómo os permitís hablar del mundo?”.

Uno de ellos preguntó:

- “¿Acaso existe otro mundo fuera del charco?”.

- “Al menos deberíais pensar de dónde viene esta agua e intentar saber qué hay fuera de ella” - les respondió el Pececito.

- “¿Fuera del agua qué puede haber? Nunca lo hemos visto. Ja, ja, ja... ¡Está loco!” - Se rieron todos.

El Pececito se rió también. Pensó que era mejor dejar a los renacuajos y marcharse. Pero creyó oportuno intercambiar unas palabras con la madre de ellos. Entonces preguntó:

- “¿Me podéis decir dónde está vuestra mamá?”.

De repente, la aguda voz de una rana le sobresaltó. La rana estaba sentada sobre una piedra al borde del charco. Saltó al agua y se puso delante del Pececito.

- “Aquí estoy. ¿En qué puedo servirle?”

- “¡Hola, Señora!”, dijo el Pececito.

La rana le preguntó:

- “¿Has encontrado ya con quien presumir, criatura sin raíces?, ¿Encontraste a niños para contar esas bobadas? Yo ya he vivido bastante, como para saber que el mundo es sólo este charco y nada más. Es mejor que sigas tu camino y no líes a mis hijos”.

- “Aunque Ud. viviera cientos de esas vidas, seguirá siendo la misma rana ignorante e inútil que es ahora”. - le contestó el Pececito.























La rana se enfadó y se abalanzó sobre el Pececito Negro. Éste se movió lo más rápido posible, se metió dentro del lodo y dispersó a las lombrices del fondo del charco.

El valle estaba lleno de curvas, el agua tenía mucho más caudal que antes. Si alguien lo mirase desde lo alto de la montaña, el riachuelo le parecería como un hilo blanco. En un lugar, una enorme roca se había desgarrado de la montaña y había caído al fondo del valle, dividiendo el riachuelo en dos. Una lagartija grande, tan grande como la palma de una mano, había pegado su estómago a la piedra y se divertía con el calor del sol, mirando a un cangrejo grande y gordo que estaba sentado sobre las arenas del fondo del agua donde ésta era poco profunda. El cangrejo devoraba una rana que acababa de cazar.

























- “Por el camino, me advirtieron de que me cuidara del pelícano, el pez sierra y la garza. Si sabes algo de ellos, dímelo, por favor”, pidió el Pececito.

- “El pez sierra y la garza no aparecen por aquí; especialmente el pez sierra vive en el mar, pero el pelicanillo puede aparecer aquí mismo, un poco más abajo. ¡Ten cuidado!, que no te engañe y no entres dentro de su bolsa”, le contó la lagartija.

- “¿Qué bolsa?”, preguntó el Pececito.

- “El pelícano tiene una bolsa debajo de su cuello en la que puede guardar una gran cantidad de agua. Él nada en el agua y a veces los peces sin darse cuenta entran dentro de su bolsa y de ahí van a su estómago” - comentó la lagartija -
“Cuando el pelícano no tiene hambre, guarda los peces en su bolsa para comérselos más tarde “.

- “Entonces, si un pez entra en su bolsa, ¿no tendrá ninguna salida?”, preguntó el Pececito.

- “Ninguna salida, si no rasga la bolsa. Te voy a dar un machete, para que cuando estés atrapado por el pelícano lo puedas utilizar”, dijo la lagartija.

Entonces la lagartija se metió por una grieta de la roca y volvió con un machete muy fino.

- “Querida lagartija, eres muy amable. No sé como podré agradecértelo”, dijo el Pececito.

- “No es necesario que me lo agradezcas. Yo tengo muchos de estos machetes, cuando no tengo nada que hacer me siento y los hago de las espinas de las plantas y se los doy a los peces sabios como tú”, respondió la lagartija.

- “¿Acaso antes que yo, han pasado otros peces por aquí?”, preguntó el Pececito.

- “Han pasado muchos. Ahora ellos han formado sus propias bandas que fastidian al pescador”, contestó la lagartija.

- “¿Cómo pueden esos peces fastidiar al pescador?”, preguntó el Pececito.

- “Es que, como están unidos, cuando el pescador echa su redecilla, entran en ella y tirándola todos a la vez, la llevan al fondo del mar”, replicó la lagartija.
La lagartija acercó su oído a la grieta de la roca y dijo:

- “Tengo que marcharme; mis hijos ya están despiertos”.

La lagartija se marchó por entre la rendija de la piedra y el Pececito siguió su camino, pero se preguntaba si de verdad el riachuelo desembocaba en el mar. ¿Podrá el pelícano conmigo? ¿No le da pena al pez sierra matar a sus prójimos y
devorarlos? Y la garza; ¿Qué enemistad hay entre él y nosotros?

El Pececito iba nadando y pensando. A cada paso del camino aprendía una cosa nueva. Ahora, le gustaba dar saltos, caer de las cascadas y seguir nadando. Sentía el calor del sol en su espalda y se animaba. En un lugar se encontró con una
gacela que bebía agua con mucha rapidez. El Pececito le saludó y le preguntó:

- “Gacelita, ¿Por qué tienes tanta prisa?”.

La gacela respondió:

- “El cazador me está siguiendo, e incluso me ha disparado, ¿No lo ves?”.




















El Pececito no vio la herida de bala, pero al ver que la gacela corría cojeando, se dio cuenta que no mentía. En un lugar las tortugas dormitaban al calor del sol y en el otro, el canto de las perdices retumbaba en el valle. La fragancia de las plantas silvestres flotaba en el aire y se mezclaba con el agua.

Por la tarde, llegó a un sitio donde el valle se ensanchaba y el agua corría por medio del bosque. El agua había aumentado tanto que el Pececito se divertía de verdad. Después de un rato, se encontró con muchos peces. No había visto ningún pez desde que se separó de su madre. Unos pececillos le rodearon y le dijeron:

- “Pareces ser forastero, ¿No?”.

- “Si, soy forastero y vengo de lejos.”, contestó el Pececito Negro.

- “¿Adónde vas?”, le preguntaron.

- “Voy a ver si encuentro el final del riachuelo”, les respondió el Pececito Negro.

- “¿Qué riachuelo?”, le preguntaron.

- “Este mismo, en el que estamos nadando ahora.”, dijo el Pececito Negro.

- “Nosotros lo llamamos río.”, comentaron los pececillos.

El Pececito Negro guardo silencio. Uno de los pececillos indicó:

- “¿Sabes que el pelícano está acechando en el camino?”

- “Ya sé”, contestó el Pececito Negro.

Otro dijo:

- “Sabes también, ¡qué bolsa tan grande y ancha tiene el pelícano!”

- “También lo sé”, dijo el Pececito Negro

- “Sin embargo, ¿quieres seguir?”, preguntó otro.

- “Sí, tengo que seguir, pase lo que pase.”, comentó el Pececito Negro.

Muy pronto se corrió la voz entre los peces de que había venido un Pececito Negro de lejos, que quería ir a descubrir el final del riachuelo y no tenía ningún miedo al pelícano. Algunos de los peces pequeños tuvieron la tentación de irse con él, pero por el miedo a sus mayores se callaron; y unos dijeron: “Si no existiera el pelícano iríamos contigo, pero la bolsa del pelícano nos da mucho miedo”.

Había una aldea a la orilla del riachuelo. Las mujeres y las chicas de aquella aldea lavaban las ropas y sus cacharros en el riachuelo. El Pececito se quedó un rato escuchando el bullicio de ellas, observó a los niños que se bañaban en el riachuelo y después siguió su camino. Nadó y nadó hasta que cayó la noche. Se durmió debajo de una piedra. A medianoche se despertó y vio la luz de la luna dentro del agua, iluminando todas partes.

El Pececito Negro quería muchísimo a la luna. Aquellas noches en las que la luz de la luna caía al agua, sentía ganas de asomarse por entre el musgo y charlar un rato con ella, pero cada vez que lo hacía, su madre despertaba y le metía bajo del musgo y le acostaba de nuevo.

El Pececito Negro se puso delante de la luna y le dijo:

-“¡Hola!, lunita.”

- “Hola Pececito Negro, ¿Qué aires te traen por aquí?”, le dijo la luna.

- “Estoy viajando por el mundo”, le contestó el Pececito Negro.

- “El mundo es muy grande. Tú no puedes ir por todas partes.”, dijo la luna.

- “No importa. Iré hasta donde pueda.”, el Pececito Negro le respondió.

- “¡Ojalá!, pudiera quedarme hasta el amanecer contigo, pero una nube grande y oscura se está acercando a mí para taparme la luz.”, dijo la luna.

- “Luna, yo adoro tu luz, ¡Ojalá, me pudieras alumbrar siempre!”, le dijo el Pececito Negro.

- “Querido Pececito Negro, la verdad es que yo no tengo luz propia. Es el Sol que me da la luz y yo la reflejo a la tierra. ¿Ha llegado a tu oído que los seres humanos, dentro de unos años, quieren volar y venir a sentarse sobre mí?”, le preguntó la luna.

- “Eso es imposible”., dijo el Pececito Negro.

- “Es difícil, pero los seres humanos hacen cualquier cosa que les dé la gana...”, respondió la luna.

La luna no pudo terminar de hablar. La nube negra llegó y la tapó. La noche se oscureció de nuevo, y el Pececito Negro se quedó solo. Durante unos minutos permaneció aturdido mirando fijamente la oscuridad, luego se deslizó bajo una piedra y se durmió.

Se despertó muy temprano por la mañana y vio unos peces pequeñitos susurrando por encima de su cabeza. Al ver despertarse al Pececito Negro, dijeron a la vez:

- “¡Buenos días!”

El Pececito Negro les reconoció enseguida y les dijo:

- “Buenos días, me seguisteis, por fin”.
Uno de los pequeños peces le contestó:

- “Sí, pero aún tenemos miedo”.

Otro añadió:

- “El pelícano nos ha quitado el sueño”.

- “Os preocupáis demasiado” - les dijo el Pececito - “No hay que preocuparse tanto; cuando emprendamos el camino perderemos el miedo por completo”.

Pero, antes de que pudieran emprender el camino, vieron que el nivel del agua de su alrededor subía; y se encontraron atrapados. La oscuridad cubrió todo sin dejar alguna salida para huir. El Pececito Negro enseguida se dio cuenta que estaban atrapados dentro de la bolsa del pelícano.

El Pececito Negro dijo:

- “Amigos, estamos dentro de la bolsa del pelícano; pero el camino para salvarnos no está cerrado del todo”.

Los más pequeños se pusieron a llorar y uno de ellos dijo:

- “No tenemos ninguna salida. Tú tienes la culpa que nos has engañado”.

Otro comentó:

- “Ahora nos tragará a todos y acabará con nosotros”.

De repente, el ruido de una horrible carcajada retumbó en el agua. Era el pelícano que se reía, y riéndose dijo:

- “¡Vaya pececillos que he cogido!, ja, ja, ja; de verdad que me da pena comeros, y me da pena tragaros, ja, ja, ja...”

Los pececillos se pusieron a suplicar y dijeron:

- “Sr. Pelícano, hemos oído hablar mucho de Ud. desde hace mucho tiempo; si nos hace el favor de abrir su vigoroso pico un poquito para que salgamos, siempre rezaremos a Dios para que le guarde a Ud. ”.

El pelícano dijo:

- “No quiero tragaros ahora mismo, tengo bastantes peces en reserva; mirad ahí abajo...”

Al fondo de la bolsa se había acumulado un montón de peces de varios tamaños.

- “Don Pelícano, nosotros no hemos hecho nada, somos inocentes. Es ese Pececito Negro el que nos engañó...”, dijeron los pececillos.

El Pececito Negro abrió la boca y dijo:

- “Cobardes, ¿Creéis que este pícaro pájaro, suplicándole os va a dejar salir?”.

- “No sabes lo que estás diciendo, ahora verás como Don Pelícano nos perdonará y sólo te tragará a ti.”, dijeron los pececillos.

El pelícano dijo:

- “Por cierto, os voy a perdonar, pero con una condición”.

Los pececillos dijeron:

- “Díganos su condición, Señor”.

El pelícano dijo:

- “Para conseguir vuestra libertad tenéis que ahogar a ese Pececito Negro enredador”.

El Pececito Negro se echó a un lado y dijo a los pececillos:

- “No le hagáis caso; este pájaro bribón quiere que nos enfrentemos unos con los otros; pero tengo un plan”.

Los pececillos se preocupaban tanto de su libertad que no pensaron en otra cosa y se abalanzaron sobre el Pececito Negro.

El Pececito Negro retrocedía y decía:

- “Cobardes, estáis atrapados y no tenéis ninguna salida; tampoco podéis conmigo”.

Los pececillos dijeron:

- “Tenemos que asfixiarte. Queremos nuestra libertad”.

El Pececito Negro dijo:

- “Estáis locos; aunque me ahoguéis no tendréis ninguna salida, no dejéis que os engañe el pelícano”.

Los pececillos dijeron:

- “Dices estas cosas para salvarte la vida y olvidarte de nosotros”.
El Pececito Negro dijo:

- Pues ahora escuchadme. Voy a proponer una solución. Me meto entre los peces sin vida y finjo que estoy muerto.

Entonces, vamos a ver si el pelícano os libera o no. Si no aceptáis lo que os estoy diciendo os mataré uno por uno a todos, con este machete. Luego  rasgaré la bolsa del pelícano, me salvaré pero vosotros...”.

Uno de ellos le interrumpió y dijo:

- “¡Basta ya!, no aguanto más, snif, snif, snif...”.

Al ver sus lágrimas, el Pececito Negro dijo:

- “¿Para qué habéis traído con vosotros a ese niño mimoso y blandengue?”

Luego sacó su machete y lo sostuvo delante de los ojos de los pececillos. A ellos no les quedó más remedio que aceptar su proposición. Armaron una pelea fingida entre sí. El Pececito Negro se hizo el muerto y ellos se subieron y dijeron al pelícano:

- “Don Pelícano, ya hemos matado al Pececito entrometido.




















El pelícano se río y dijo:

- “Habéis hecho bien, ahora en recompensa por este trabajo os voy a tragar vivos para que deis un buen paseo por mi estomago”.

Los pececillos, antes de que se dieran cuenta, pasaron con toda velocidad por el esófago del pelícano y dijeron adiós a la vida.

Pero, en este momento el Pececito Negro sacó su machete y con un golpe fuerte rasgó la pared del saco del pelícano y se dio a la fuga. El pelícano lanzó un grito de dolor y golpeó su cabeza contra el agua pero no consiguió coger al Pececito
Negro.

El Pececito Negro nadó y nadó hasta el mediodía. Ya no se veía ni montañas ni valles y el río corría por una llanura. De izquierda y derecha se habían unido unos riachuelos a él y habían multiplicado su caudal. El Pececito Negro se divertía con tanta agua. De repente se dio cuenta de que el agua tenía mucha profundidad. Iba de un lado al otro sin chocarse contra nada. Había tanta agua que el Pececito Negro se perdía en ella, y nadaba como quería.

De repente, vio que un bicho largo y enorme se lanzaba hacia él. Este ser tenía una sierra de doble filo en su boca. Era el pez sierra. Pensó que el pez sierra en un instante le iba a trocear en pedazos. Por eso se escabulló y subió a la superficie del agua. Pasado un rato volvió a bajar para ver el fondo del agua. Por el camino se encontró con miles de peces. Preguntó a uno de ellos:

- “Amigo, soy forastero y vengo de lejos, ¿Qué es este sitio?”.

El pez llamó a sus amigos y les dijo:

- “Mirad otro novato...”

Y luego se dirigió al Pececito Negro y le dijo:

- “Amigo, bienvenido al mar”.

Otro le explicó:

- “Todos los ríos y riachuelos desembocan aquí y algunos se hunden en los pantanos”.

Otro añadió:

- “Cuando te apetezca puedes unirte a nosotros”.

El Pececito Negro estaba muy contento de haber llegado al mar, y dijo:

- “Es mejor que primero dé una vuelta y luego vengo a unirme a vosotros. Me gustaría estar con vosotros cuando vayáis a arrebatar la redecilla del pescador”.

Uno de los peces afirmó:

- “No tardarás mucho en cumplir tu deseo. Ahora vete a dar una vuelta, pero ten cuidado cuando estés en la superficie porque la garza no teme a nadie. Estos días si no pesca cuatro o cinco peces al día no nos deja en paz."

Entonces, el Pececito Negro se alejó del grupo y empezó a nadar por sí solo. Hacía un sol caluroso y el Pececito Negro sentía el calor ardiente del sol en su espalda y él disfrutaba. Alegre y tranquilo nadaba por la superficie del mar y se decía a sí mismo:

- “La muerte, en cualquier momento y con mucha holgura puede hallarme; pero mientras yo pueda estar vivo y seguir adelante, no debo darle la bienvenida. Si me encuentro con ella cara a cara - que por cierto me encontraré algún día - no me importará; lo importante es el efecto que mi vida o muerte puede tener sobre la vida de los demás”.

No pudo seguir con sus pensamientos; llegó la garza y se lo llevó. El Pececito Negro intentó escapar de su largo pico, pero no pudo salvarse. La garza le había sujetado tan fuerte por la cintura que la vida se le escapaba por la boca.

¿Hasta cuándo un pececito puede estar vivo fuera del agua? Deseaba que, ¡Ojalá!, le tragara la garza enseguida para que la humedad del interior de su estomago le atrasara la muerte unos instantes más. Pensando en esto dijo a la garza:

- “¿Por qué no me tragas vivo?, soy uno de los peces que cuando mueren su cuerpo se convierte en veneno”.

La garza no le contestó pero se dijo a sí misma:

- “Pícaro, ¿Qué truco quieres hacer? ¡A lo mejor quieres que abra el pico para que te escapes!”

La tierra se veía de lejos y cada vez se acercaba más. El Pececito Negro se decía:

- “Llegar a la tierra será mi final”.

Por eso añadió:

- “Sé, que me llevas para tus hijos, pero antes de llegar a la tierra estaré muerto y mi cuerpo será un saco lleno de veneno. ¿Por qué no te apiadas de tus hijos?”

La garza pensó:

- “Mejor no bajar la guardia, te como yo misma y llevo otro pez para mis hijos; ¿Pero primero voy a ver qué más puedes hacer...?. Nada”.

La garza pensaba en eso cuando de repente sintió que el cuerpo del Pececito Negro se ablandaba y se quedaba sin movimiento. Se dijo a si misma:

- “¿Esto significa que ha muerto ya?; tampoco puedo comérmelo yo. ¡Qué pena que he perdido un pez tan tierno y fresco!”.

Por eso clamó al Pececito y le dijo:

- “Chiquitín, aún te queda media vida para que yo pueda comerte”.





















No pudo terminar sus palabras, porque apenas había abierto su pico cuando el Pececito Negro dio un salto y cayó abajo. La garza se dio cuenta de que había sido engañada de mala manera. Fue detrás del Pececito Negro y éste flotaba en el aire con toda su fuerza. Ansiaba el agua del mar; estaba perdido y había entregado su boca seca a su húmeda brisa. Pero antes de entrar de nuevo en el agua y poder respirar, llegó la garza como un relámpago, y esta vez lo cogió y lo tragó con tanta prisa que el Pececito Negro durante un buen rato no pudo enterarse de lo que le había pasado. Sólo sentía que estaba en un lugar húmedo y todo oscuro sin salida. Oía llantos. Cuando sus ojos se acostumbraron a la oscuridad, vio a un pez muy pequeñito que estaba acurrucado en un rinconcito que lloraba y llamaba a su mamá a gritos. El Pececito se acercó a él y le dijo:

- “Pequeñín, levántate y ayúdame a buscar una salida. Llorar y llamar a tu mamá no va a solucionar nada”.

El pequeño le contestó:

- “Tú... ¿Quién eres...?, ¿No ves..., no ves que me estoy muriendo?, snif, snif, snif... Ya no podré ir más contigo a arrebatar la redecilla del pescador y llevarla al fondo del mar, snif, snif, snif...”

El Pececito Negro le dijo:

- “¡Basta ya!, Con esas palabras eso desanimas a todos los peces por completo”.

Cuando el pececillo dejó de llorar, el Pececito Negro comentó:

- “Quiero acabar con la garza para que los peces tengan paz, pero antes tengo que sacarte de aquí para que no armes más escándalo”.

El pececillo le preguntó:

- “Tú que también estás muriendo, ¿Cómo puedes matar a la garza?”
El Pececito Negro le enseñó su machete y dijo:

- “Le voy a rajar con esto por aquí mismo. Pero escucha lo que te digo. Antes, me voy a tambalear y hacerle cosquillas. Cuando abra su boca y empiece a carcajearse, ¡Sal!”.

El pececillo le preguntó:

- “Y ¿Tú qué?”.

El Pececito Negro le respondió:

- “No te preocupes por mí, no saldré de aquí hasta que no acabe con este malvado”.

Una vez dijo esto, el Pececito Negro empezó a tambalearse en el estómago de la garza y a hacerle cosquillas. El otro estaba listo en la entrada del estómago de ella. Una vez que la garza abrió su boca para reírse, el pequeño pez saltó de su boca; se escapó y en pocos minutos se cayó al agua. Aunque esperó un buen rato no pudo saber nada del Pececito Negro. De repente vio que la garza se retorcía de dolor y gritando empezó a aletear, hasta que se cayó al agua ¡Plash!. De nuevo
empezó a aletear, hasta que murió; pero aún no se supo nada del Pececito Negro. Y todavía no se sabe nada de él.

La anciana pez terminó su cuento y dijo a sus doce mil hijos y nietos:

- “Es la hora de dormir. Idos a acostar”.

Los hijos y nietos dijeron:

- “Pero abuelita, no nos has dicho por fin qué pasó con aquel pequeño pez”.

La abuela contestó:

- “Os lo contaré mañana por la noche; es la hora de dormir; ¡Buenas noches!”.

Once mil novecientos noventa y nueve pececillos dijeron buenas noches y se fueron a dormir. La abuela también se quedó dormida, pero un pececillo rojo aunque lo intentó mucho, no pudo pegar ojo y toda la noche pensaba en el mar “.
 
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El Pececito Negro
Todos estaban  muy cabreados por lo que decía el Pececito Negro.
“¡Mamá!, No llores por mí , llora por esos viejos,
gordos, torpes e inútiles peces que no han
aprendido nada en la vida”.

De repente, la aguda voz de una rana le sobresaltó.
“Pregunta todo lo que quieras”, le respondió la lagartija.
Once mil novecientos noventa y nueve pececillos dijeron buenas noches y se fueron a dormir
Samad Behrangui, creador de "El Pececito Negro"
Dibujos: Farshid Mesghali
Trducción: Rassoul Pedram
Samad Behrangui
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Traductor oficial e intérprete jurado persa - español por el Ministerio de Asuntos Exteriores y Cooperación de España



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